martes, 18 de abril de 2017

Hoy en "Tejedora e Hilandera" publico un breve relato sobre los encuentros casuales y los lugares especiales que puede haber en nuestra vida. Espacios en los que nos sentimos nosotros mismos y que siempre logran arrancar una sonrisa en los malos días.
 
Un encuentro 
Todo ocurrió una mañana del mes de octubre. El día que la vida de Héctor dio un giro inexpicable y lo conviritió en una persona diferente. Solía pensar que todo ocurría por algo, por ello nunca le daba demasiadas vueltas a las cosas que pasaban, fueran buenas o malas. Había aprendido en su niñez que las cosas generalmente ocurren, no creía en la mala suerte y, por eso, cuando erraba en una decisión, cuando inexpicablemente acababa metido en problemas o cuando la vida le ponía trabas se limitaba a seguir adelante, sin pensarlo. Era una buena manera de actuar porque a causa de eso nunca le daba demasaidas vueltas a la cabeza. Vivía día a día, sin preocuparse por el día siuiente o el de después. 
Hasta esa mañana de octubre en la que todo cambió.
Como todas las mañananas a las siete de la mañana salió a pasear por el parque. Era una hora temprana y casi nunca se encontraba a nadie en su recorrido matutino. Hizo los tres kilométros habituales hasta su cafetería favorita. Como todos los días entró en ella para pedir un café y churros. A esa hora el lugar sólo tenía a los clientes habituales y los saludó como todas las mañanas de excelente humor. El paseo lo había reanimado y estaba listo para enfrentarse a su día.
Ricardo el camarero habitual se acercó a él y le ofreció una porra  mientras preparaba el café y los churros. Héctor le agradeció el gesto y se sentó frente a él para charlar.
Esa era la única cafetería de su barrio que servía un café como Dios mandaba, con la justa cantidad de café y la perfecta temperatura de la leche, ni demasiado frío ni demasiado caliente. Los churros también estaban hechos a la manera que Héctor prefería. Con la justa cantidad de aceite y azúcar, que le recordaba a los churros que preparaba su abuela cuando era pequeño.
El ambiente también era idóneo. Los clientes siempre eran los mismos, se tuteaba con todos y, de vez en cuando, particpaba en las competicioens de Mus del lugar.
Ese bar era su templo.
Todo era predecible y eso era una de las cosas que más gustaba a Hector. No había lugar a improvisación y siempre estaba todo en perfecto orden.
A las siete y cuarto entraba Maneul para tomar el primer café del día antes de ir a su trabajo. A las siete y veinte, puntual como un reloj, Marina pedía su desayuno de tostada de aceite y tomate. A las ocho eran Marta y Elías quienes acudían para celebrar que continuaban juntos y felices tras cuarenta años de matrimonio. A las ocho y cuarto Andrés animaba a todos contando chistes divertidos y pícaras historias para quienes quisieran escucharlas. A las ocho y media él pagaba la cuenta, se despedía de sus colegas del bar y marchaba  a su trabajo.
Héctor se sentía bien en ese lugar porque se había criado en un pequeño puablo de trescientos habitantes en el que todos se conocían por el nombre de pila.
Héctor había ido a la ciudad para estudiar y había encontrado un trabajo al terminar la carrera. El barrio lo había conodido el primer día que comenzó en su trabajo como periodista. Había tenido suerte y tras las prácticas iniciales un trabajador se jubiló dejando una vacante que fue ocupada por Héctor. Allí se enamoró de una compañera con la que tuvo una relación hasta que ella lo dejó acusándolo de prestar más atención al trabajo que a ella. Visto con perspectiva eso había sido lo que había ocurrido. Al lograr su primer empleo tras la jubilación del anterior se dedicó a trabajar horas extra para demostrar que era merecedor de esa oportunidad.
Los cuatro primeros años Héctor vivió en un barrio que estaba a una hora y media de distancia del periódico, pero un día vio un cartel de "se alquila" en un edificio antiguo y fue a preguntar el precio  para ver si se podía instalar en él. El precio era justo y le permitía pagar el alquiler, la comida, agua, calefacción y salir de vez en cuando con sus amigos. La mayoría de los vecinos eran personas mayores y pronto se sintió cómodo en el lugar. Si Héctor tenía algo era una increíbles capacidad de empatizar con la gente, así que pronto se hizo amigo de todos los vecinos. Los ayudaba si necesitaban ayuda y les pedía sal y azúcar si se quedaba sin él.
Al final del primer año de alquiler el nieto de la dueña le ofreció la oportunidad de comprar el apartamento y Héctor decidió hacerlo.
Era bueno con las reformas y cuándo entró en posesión del lugar empezó a hacer todas las chapuzas necesarias para convertirlo en un lugar habitable. Tenía conocimientos de carpintería, albañinería y electricidad porque había trabajado como peón de obra para poder ahorrar dinero para la universidad.
Tras dos años el lugar era perfecto, adaptado a él y sus necesidades.
 Un refugio que era suyo.
Le costaba pensar en su vida antes de habitar en la ciudad. Echaba de menos su casa, su familia, pero su lugar era aquel. Ahí se sentía libre y no le molestaba perderse entre la multitud y fijarse en la gente en sus paseos. Ya llevaba siete años trabajando en el periódico, en ese teimpo había madurado y se sentía a gusto en su propia piel, aunque al principio no había sido así. Había aceptado que las cosas ocurrían por algo y no las forzaba. Se dejaba llevar por el río de la vida. Se equivocaba, por supuesto, pero a veces su camino era perfecto y las cosas le salían bien.
No era su intención forzar las situaciones hasta esa mañana de octubre.
Ella entró en la cafetería. No era habitual, un rostro nuevo en un lugar completamente conocido. Tendría 30 años, como él, pero no iba acompañada por nadie. Entró sola y se sentó en la barra como si su propia individualidad fuera todo lo que necesitaba. No tenía nada extraordinario, no era particularmente bonita, pero tampoco fea. Era extraordinariamente normal. No tenía la nariz perfecta, su pelo estaba deorganizado y apenas llevaba maquillaje. Lo único que llamaba la atención en su atuendo eran las botas, de tacón oscuro y camperas. No iba vestida a la moda y tampoco prestaba atención a su aspecto. Era tan anodidna que parecía la típica vecina de la puerta de al lado. Habló con Ricardo, gastó bromas, rió y fumó un cigarrillo en el exterior mientras su café se enfriaba en la barra. Cuando terminó de desayunar se marchó dejando a Héctor con la sensación de que había estado esperando toda su vida por esa mujer. Tan común, tan alejada de su tipo ideal y, al mismo tiempo, tan extraña.
Toda esa semana ella continuó yendo al bar, pronto se convirtió en habitutal y encajó en el retal de personalidades del bar. Bromeaba con todos, reía divertida los chistes de Andrés y lo saludaba educadamente todas las mañanas. 
A la segunda semana Héctor dejó de pensar que las cosas ocurrían por algo y decidió dar, por una vez en su vida, un paso.
Ese día se sentó al lado de ella, Silvia, y le pidió una cita.
Ella se sorprendió, pero accedió y quedaron para cenar al día siguiente y conocerse. 
Encajaron a la perfección.
Su relación se convirtió en amigable, y, por fin, de pareja seis emses después.
A los dos años, sentado en una silla de un hospital, mientras Silvia daba a luz a su pimer hijo, Héctor recordó el pasado y sonrió.
Las cosas generalmente ocurrían por algo, pero en ocasiones, era necesario coger el toro por los cuernos, dar un paso adelante y luchar por lo que se quería.
FIN

Y esto es todo por hoy, hasta el próximo Tejedora e Hilandera de sueños. ;) 

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